sábado, 24 de enero de 2009

El último teorema de Fermat

UN FRANCES MUERE DEJANDO UN ACERTIJO QUE OBSESIONO A LOS ESTUDIOSOS POR MAS DE TRES SIGLOS. EL ULTIMO TEOREMA DE FERMAT, EDITADO POR NORMA, SIGUE LAS PISTAS DEL ENIGMA.
En una de las páginas figura la ecuación milenaria de Pitágoras sobre los triángulos rectángulos, que establece que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos. También aparece el método para hallar triángulos con los tres lados enteros: la terna 3,4,5 es sólo la primera de una serie infinita de soluciones enteras, que la hermandad de los pitagóricos guardaba con celo.Fermat se pregunta si estas soluciones enteras todavía podrían hallarse si el exponente 2 de esa ecuación se reemplaza por un número mayor. Alrededor de 1667, en otra de estas noches idénticas, escribe en el margen de la página su conclusión negativa: No es posible, si no es mayor que 2, encontrar una solución entera para esta ecuación.A continuación agrega un comentario que habría de cambiar la historia de la matemática: He hallado una demostración verdaderamente admirable de este hecho, pero este margen es demasiado exiguo para contenerla.Fermat muere treinta años después y su hijo, que presentía la importancia de estos trabajos nocturnos, publica la Aritmética con todas las anotaciones. Los matemáticos de la época se encuentran con una multitud de afirmaciones y conjeturas, pero raramente con indicios para probarlas. Durante toda su vida, Fermat, ese fanfarrón, ese maldito francés, había preferido reservarse las demostraciones para desafiar por carta a los matemáticos ingleses a rehacerlas. Aun así se va probando, con las técnicas elementales de aquel tiempo, que una por una todas las afirmaciones de Fermat son verdaderas. Pero la ecuación generalizada de Pitágoras, como un último desafío, resiste todos los intentos y nadie puede reconstruir la demostración verdaderamente admirable que anunciaba Fermat. Euler, el genio más grande del siglo, apenas puede probar el caso n=3 y pide con desesperación al hijo de Fermat que revise entre los papeles que ha dejado su padre en busca de alguna otra huella. De generación en generación, con penosos esfuerzos y técnicas cada vez más sofisticadas, se prueban más casos particulares pero la demostración del caso general sólo parece alejarse con cada nuevo intento. Para entender esto debe recordarse que la forma de razonar de los matemáticos es algo diferente de la del resto de los científicos. Es conocida la anécdota de Stewart sobre un ingeniero, un físico y un matemático que, de viaje en tren, entran en Escocia y ven en medio de un campo una oveja negra. ¡Qué curioso!, observa el ingeniero: En Escocia las ovejas son negras. No, protesta el físico, en Escocia algunas ovejas son negras. No, no, corrige el matemático con paciencia: En Escocia hay al menos un campo que tiene al menos una oveja cuyo único lado visible desde el tren es negro. En efecto, los matemáticos son cuidadosos en sus afirmaciones y un número cualquiera de casos particulares en favor de una conjetura no basta para establecer una prueba general. Peor aún, los casos particulares resueltos iban mostrando la enorme complejidad que requeriría una demostración global. En 1847, en medio de una batalla entre Cauchy y Lamé, que creían haber llegado ambos a una solución, un trabajo fundamental de Kummer mostró que el teorema de Fermat estaba irremediablemente fuera del alcance de todas las líneas de ataque conocidas. Así, a principios del siglo XX los matemáticos serios habían dado la causa por perdida. Trescientos años después de haberse enunciado, el último teorema de Fermat se había convertido en el paradigma de lo que los matemáticos consideran un problema intratable. Y sin embargo la parte más apasionante de la historia todavía estaba por venir.Con la astucia de un novelista, Simon Singh, doctor en física del Imperial College y asesor científico del programa Horizon, de la BBC, ha escrito un libro fascinante sobre una de las más grandes hazañas del pensamiento contemporáneo, sólo comparable quizá a la formulación de Einstein de la teoría de la relatividad. El último teorema de Fermat no es sin embargo, como podría temerse, un libro de matemática. Con un equilibrio siempre piadoso, Singh logra, sin perder rigor, transmitir los desvelos y el laberinto de pasiones que hay detrás de cada fórmula exacta, desde el final dramático de la escuela de Pitágoras a la trampa político-amorosa que conduce a Galois a un duelo a muerte con el mejor tirador de Francia, desde el disfraz de hombre de Sophie de Germain para ser admitida en las universidades hasta la novela de espionaje de Alan Turing, que quiebra los códigos nazis de la máquina Enigma y muere después de la guerra, perseguido por su homosexualidad y envenenado con una manzana. En la línea principal de la historia hay, a principios del siglo XX, un paso inesperado de comedia que le da nueva vida al problema. Paul Wolfskehl, el hijo de una familia de industriales alemanes, con una gran fortuna, era también aficionado a la matemática y uno de los tantos que había intentado suerte con el teorema. En algún momento de su juventud se obsesionó con una mujer muy hermosa, que lo rechazó. El joven Wolfskehl, desesperado, planeó suicidarse, con un tiro en la cabeza que se daría estrictamente a medianoche. Pero como después de hacer todos los preparativos le sobraba todavía algún tiempo, volvió a abrir su libro de matemática con el gran cálculo de Kummer, que había establecido el muro infranqueable a los intentos del álgebra clásica y que le parecía una lectura apropiada para una ocasión tan solemne. Le pareció encontrar entonces una pequeña laguna. Se le ocurrió la idea de que Kummer tal vez se hubiera equivocado, lo que reabriría la esperanza de una demostración elemental, y estuvo haciendo hasta la madrugada cálculos febriles. Kummer, por supuesto, no se había equivocado, pero a Wolfskehl se le había pasado la hora del suicidio. Rompió las cartas de despedida de la noche anterior y rehízo su testamento. A su muerte, su familia descubrió que había legado buena parte de su fortuna para quien publicara la primera demostración completa del teorema de Fermat. El premio, que en ese momento equivalía a más de dos millones de dólares, fijaba cien años de plazo y una fecha límite: setiembre de 2007. Curiosamente, se otorgaría sólo al que demostrara que el teorema era verdadero: si alguien daba un contraejemplo no recibiría ni un Pfennig. La competencia, a pesar de la publicidad en todas las revistas de matemática y del monto enorme del premio, no generó gran interés entre los matemáticos profesionales, que conocían la verdadera cara de la ecuación detrás de su apariencia inocente. Pero sí atrajo a miles de aficionados optimistas, estudiantes incautos y toda clase de aventureros. Algunos enviaban la primera parte de una demostración y prometían la segunda si se les daba por adelantado una parte del premio. Otro ofrecía un porcentaje en las ganancias futuras por publicidad a cambio de ayuda para terminar su demostración y advertía que si no colaboraban con él enviaría su borrador a un departamento de matemáticas soviético. El profesor Landau, que era uno de los que recibía la avalancha de demostraciones erradas, decidió imprimir una tarjeta lacónica: Estimado... Muchas gracias por su manuscrito. El primer error se encuentra en la página... Esto invalida la demostración. Un colega suyo prefería devolver los manuscritos con una anotación en el margen: Tengo una refutación verdaderamente admirable de su demostración, pero este margen es demasiado exiguo para contenerla. La competencia Wolfskhel mantuvo el aura del enigma y en todos los libros de acertijos matemáticos el teorema de Fermat ocupaba el primer lugar. Gracias a uno de estos libros, El último problema, de Eric Bell, un niño de diez años leyó por primera vez sobre el enigma y concibió, en silencio, la obsesión de resolverlo. Hacia 1975 ese niño, que era Andrew Wiles, se había licenciado en Cambridge y empezaba su carrera de posgrado. Aunque no había abandonado la obsesión de su infancia, comprendía el riesgo que suponía dedicarse a un problema que había quedado fuera del centro de interés de la matemática, casi como una curiosidad histórica, y que podía arrebatarle toda su carrera sin retribuirle nada. Su supervisor, John Coates, lo convenció de que se dedicara a estudiar un campo suficientemente cercano: las llamadas curvas elípticas. Baste decir que la ecuación de Fermat puede pensarse como un caso particular de curva elíptica.Wiles se convirtió así, después de su doctorado, en otro matemático serio, profesor en Princeton, que seguía la rutina de conferencias, dirección de alumnos y publicación regular de papers. Mientras tanto, otra historia paralela se estaba incubando: en el Japón de la posguerra dos matemáticos jóvenes observaron que ciertos objetos matemáticos muy estudiados en esa época, llamados formas modulares, daban lugar a curvas elípticas, y formularon lo que se conoció con el tiempo, por sus nombres, como la conjetura de Taniyama-Shimura, que dice que toda forma modular puede ser asociada a una curva elíptica. Si esta conjetura era cierta, se abría la posibilidad de que pudieran transferirse, por paralelismo, resultados del mundo modular al mundo elíptico y viceversa.Este era el tipo de aproximación esencialmente novedoso que la matemática del siglo pasado no podría haber alumbrado: la idea de que hay conexiones profundas entre diversas áreas que se han desarrollado por separado en la matemática, con técnicas totalmente diferentes, de manera que, si se toman las debidas precauciones, resultados en un campo se pueden traducir y exportar al otro.Una tarde de 1986, mientras tomaba el té con un colega, Wiles se entera de la noticia que iba a cambiarle la vida: un especialista llamado Ken Ribet, a través de esta clase de paralelismo, había probado que si la conjetura de Taniyama-Shimura era cierta, podía deducirse también, como un corolario, el teorema de Fermat. Es decir, quienquiera que pudiese dar una demostración de la conjetura de Taniyama-Shimura estaría dando al mismo tiempo una demostración del último teorema de Fermat. Para el propio Ribet, su resultado mostraba simplemente que la conjetura japonesa era tan difícil de probar, o más, que el más difícil de los teoremas. Pero Wiles se dio cuenta de que había llegado su momento: en vez de dedicarse a probar directamente el teorema de Fermat, podía ocuparse ahora de un problema mucho mejor visto en el mundo académico. Desapareció del circuito de conferencias y se encerró en su casa, durante siete años, a revisar uno por uno todos los métodos y todos los intentos históricos de demostración del teorema. Reapareció en junio de 1993, en un congreso de teoría de números en Cambridge, su ciudad natal. Todos sus colegas sospechaban que expondría resultados importantes, sobre todo cuando le asignaron la cantidad infrecuente de tres conferencias. En las dos primeras Wiles no mostró todo su juego. Aun así, los e-mail circulaban furiosamente en todas partes del mundo tratando de averiguar hasta dónde llegaría en la última. Entre los asistentes estaba Shimura pero no Taniyama: se había suicidado varios años antes, sin llegar a ver la importancia que tendría su conjetura.Para la conferencia final se había reunido una multitud infrecuente de curiosos. Un agente de apuestas recibió cinco veces en un día la extraña apuesta de que cierto antiguo teorema sería probado esa tarde y decidió, con olfato, no tomarla. No se había convocado a la prensa, pero algunos matemáticos habían llevado cámaras de fotos. En una atmósfera tensa Wiles desarrolló la demostración de la conjetura de Taniyama-Shimura que había preparado en el máximo secreto y escribió en el pizarrón, como última línea, el enunciado del teorema de Fermat que -todos sabían- quedaba automáticamente probado. Creo que me detendré aquí, dijo. Después de 350 años el último enigma de Fermat había sido derrotado. ¿Realmente?La foto de Wiles frente al pizarrón dio la vuelta al mundo. El The New York Times tituló: Al fin se gritó Eureka sobre un antiguo misterio matemático. Mientras tanto Wiles presentó para el examen de los expertos el manuscrito de su demostración, que tenía 200 páginas. No era la prueba que había creído tener Fermat. Sí representaba, en cambio, una síntesis asombrosa de la matemática de tres siglos, un amalgamamiento de ideas viejas y nuevas, de técnicas resucitadas y fortalecidas junto con invenciones inéditas: la confirmación de que en la matemática, como en la literatura, toda obra profunda establece con la tradición una relación mucho más intrincada y compleja que la figura más obvia de fidelidad-traición.Aun así, en el proceso de revisión, como en una película de suspenso, el monstruo se alzó por última vez y estuvo a punto de destruir a quien creía haberlo aniquilado.Este segundo final de la historia, desconocido para casi todos, fue durante más de un año un secreto embarazoso en la comunidad matemática. La reconstrucción de ese período cruzado de tensiones es una de las mejores partes del libro de Singh. Baste decir aquí que Wiles pudo finalmente reclamar el premio Wolfskehl, que -después de la devaluación del marco alemán durante la guerra- se había reducido a cincuenta mil dólares.No fue, evidentemente, esa suma lo que guió a Wiles durante su cacería de treinta años. No fue, tampoco, ninguna idea posterior de utilidad. El teorema de Fermat, como gran parte de la matemática, no sirve para ninguna de las cosas que se suelen considerar útiles y prácticas. ¿Qué es lo que anima entonces a esta hermandad que nunca dejó de ser algo secreta? Quizá la certidumbre de que sus obras son las únicas que pueden resistir todos los tiempos: que cuando las pirámides vuelvan a ser arena en el desierto y hayan pasado los hombres, seguirá siendo cierto el teorema de Pitágoras y cada uno de los teoremas. Como dice Hardy en el epígrafe que eligió Singh: Inmortalidad puede ser una palabra tonta, pero quizás un matemático tenga la mayor chance de alcanzarla, cualquier cosa que ella signifique.

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