jueves, 8 de octubre de 2009

Cerebros fuera de serie


Sir Isaac Newton, el último mago
El personaje que comparte con Charles Darwin el máximo escalafón de la ciencia británica puede ser considerado el santo patrón de los matemáticos excéntricos. Sir Isaac Newton (Lincolnshire, 1643-Middlesex, 1727) prodigó sus trabajos en física, astronomía, teología, filosofía y matemáticas, disciplina en la que desarrolló, al mismo tiempo que Leibniz, el cálculo diferencial e integral, entre otras grandes aportaciones.
Pero para el economista John Keynes, Newton fue “el último de los magos”. Sus trabajos sobre ocultismo abordaron la alquimia, las profecías reveladas en la Biblia –predijo el fin del mundo para 2060–, el esoterismo, las sociedades secretas o la Atlántida.

Alan Turing, ‘hacker’ y mártir gay
En la década de 1950, la homosexualidad aún era un delito en el Reino Unido. Este prejuicio convirtió al precursor de la computación moderna en un excéntrico contra su voluntad. Alan Turing (Londres, 1912-Cheshire, 1954) ideó el test para validar la inteligencia artificial.
Durante la Segunda Guerra Mundial trabajó en Bletchley Park, el centro de criptografía del Reino Unido. Cuando se le requería para una reunión en Londres, corría 40 kilómetros hasta la ciudad. Su homosexualidad le costó el despido y cargos criminales.
Murió tras comer una manzana envenenada con cianuro, pero aún se discute si fue un suicidio teatral –’Blancanieves’ era su cuento favorito– o un asesinato.

John Nash, el Nobel alucinado
La figura de John Forbes Nash (Bluefield, EEUU, 1928) captó la atención del público a raíz de su biografía llevada al cine en ‘Una mente maravillosa’, ganadora de cuatro Oscars.
En la película, Russell Crowe interpretaba a este experto en teoría de juegos que ha luchado durante gran parte de su vida contra personajes imaginarios surgidos de su esquizofrenia paranoide. En el campo científico, desde su puesto en la Universidad de Princeton ha desarrollado aportaciones geniales que cubren desde la matemática pura a la estrategia militar, pasando por la informática o la teoría económica. En 1994 ganó el premio Nobel de Economía.

Grigori Perelman, el huraño
El ruso Grigori Perelman (Leningrado, 1966) resolvió la Conjetura de Poincaré, un problema propuesto en 1904 y que se resistió al asedio de los matemáticos durante casi un siglo. Perelman es un gran ego científico envuelto en una extrema austeridad personal. En una ocasión se negó a entregar un currículum porque juzgaba que su trabajo ya era suficientemente conocido. En 2006 rechazó la medalla Fields, el Nobel de las matemáticas, además de otros galardones y cargos de prestigio en universidades de EEUU. Vive con su madre en un humilde piso en San Petersburgo y ha dejado su puesto en el Instituto Steklov. Según algunas fuentes, ha abandonado las matemáticas.

Paul Erdös, el ‘homeless’ errante
El húngaro Paul Erdös (Budapest, 1913-Varsovia, 1996) careció de residencia durante 50 años. Cuentan sus biógrafos que se presentaba por sorpresa en casa de algún colega con una frase –”¡Mi cerebro está abierto!”– y una maleta que contenía todas sus posesiones.
Allí se dedicaba, en colaboración con su anfitrión, a escribir trabajos sobre combinatoria o teoría de números, hasta que llegaba el momento de marcharse para llamar a otra puerta. Creía en un dios al que llamaba el Fascista Supremo, porque guardaba para sí las demostraciones más bellas de los teoremas, reunidas en lo que Erdös llamaba ‘El Libro’. Adicto a las anfetaminas, donó la mayoría de sus premios a los necesitados.

Kurt Gödel, el muerto de hambre
En el elenco de científicos que han destacado por sus manías, pocos lo han llevado tan lejos como Kurt Gödel (Brno, 1906-Princeton, 1978). Nacido en la antigua Austria-Hungría, trabajó en Viena y viajó a EEUU, donde trabó amistad con Einstein. Huyó de la Alemania nazi para establecerse en la Universidad de Princeton.
Sus trabajos en teoría de conjuntos y lógica influyeron en matemáticos y filósofos. En sus últimos años no comía nada que no hubiese catado su mujer, Adele, por miedo a ser envenenado. Cuando ella no pudo hacerlo por ingresar en un hospital, Gödel dejó de comer. En el momento de su muerte por inanición, pesaba 30 kilos.

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